Ciro Benemelis: algunos aspectos refulgentes y serenos de su vida

Ha muerto Ciro Benemelis. Alcanzó a los 72 años el insondable escaño que en la vida nadie puede evadir. Su corazón comenzó a fallar a los 40. Por cierto, esa primera pifia amenazadora que lastimó su corazón guerrero le llegó en los momentos en que hacía el amor. “Pudo haber sido maravilloso”, luego me comentó con sorna y su gran sentido del humor. “Después de todo hubiera muerto como quería García Márquez”. En esa ocasión, sin embargo, como los médicos aseguraron que Ciro no regresaría al mundo de los vivientes yo lloré como un ser extraviado. Quien tuvo que soportarme ese lloro sin final fue Pablo Milanés.

Durante los años 66 y 67 en Isla de Pinos, Ciro era el centinela del arte y la cultura. La Isla vivía repleta de jóvenes soñadores. Una noche, la calle central de Gerona, hallábase muy agitada debido a que una afanosa juventud construía diversas obras sociales. Junto a Ciro desandaba el afamado cantautor galo Jean Ferrat. Luego, Ciro y Jean junto a los otros integrantes de la delegación francesa que visitaba la Isla, paleaban piedras, cemento, cernían arena con los jóvenes constructores y hasta cargaban bloques. En Cuba recién se había estrenado la premiada película francesa “La vieja dama indigna”, que precisamente había sido musicalizada por Jean Ferrat. Después de la fatigosa cruzada constructiva, la delegación fue conducida por Ciro a la casona de madera donde él residía y tenía su oficina. Ciro, al romper la madrugada, agarró la guitarra y le cantó varias canciones a Jean Ferrat y sus acompañantes.

“Las amargas verdades” y otras composiciones de Sindo Garay, de Portillo de la Luz y de José Antonio Méndez, impresionaron la sensibilidad del cantautor galo. “Esa es la música que necesita escuchar la juventud cubana y no esa basura que oigo en Cuba por doquier”, sentenció Jean, recuperado quizás de algún desánimo, y, sobre todo, alegre y satisfecho de haber disfrutado gracias a Ciro esas canciones que desconocía. Ciro provenía de una familia de viejos trovadores. Su padre era Teodoro Benemelis, Teo, que había fundado el trío manzanillero “La clave azul”.

Esa madrugada ante Jean Ferrat, el sorpresivo canto de Ciro estrenábase a la perfección como la voz prima del mejor trío habanero. Eran los tiempos en que imitando a los Beatles, los grupos españoles inundaban la radio cubana con sus corrosivas canciones. Jean abrazaba a Ciro, y, entre abrazos y elogios, el francés decidió interpretar y obsequiarnos sus propias creaciones. Y cuando se le hicieron reiteradas solicitudes, Jean Ferrat cantó una vez más su encantadora “La vieja dama indigna” y prosiguió con otras, hasta que por las persianas vimos entrar la cenicienta luz matinal que nos remolcaba para despedir esa inolvidable velada.

Ciro Benemelis, que antes de todo era revolucionario y criticaba todo lo mal hecho por los hacedores de la Revolución Cubana, había sido enviado a Isla de Pinos por haber tenido la osadía de enfrentarse y discrepar con un funcionario gubernamental que “estaba de moda”, como se dice en la jerga cubana. Ese sujeto de mandíbula ladeada y con una estatura a lo John Wayne, parecía llevar consigo poderosos imanes pues desde lo alto del poderío se le asignaban, una tras otra, complejísimas y desencontradas tareas.

Con todo, ese funcionario que había echado a Ciro de la Escuela Nacional de Arte y lo había enviado a Isla de Pinos, no hacía otra cosa que rumiar ante los demás el fingidor y santo credo de “haz lo que digo pero no lo que hago”. Ese súper funcionario de cuyo nombre no me quiero acordar, terminó su meteórica carrera como la terminan los de su misma casta: hipando mentirosas nostalgias sobre su propia derrota.
Años después, Ciro volvió a ser celador del arte y la cultura pero a nivel nacional. Hizo trabajos encomiables en ARTEX, en la Fundación Pablo Milanés y luego creó el célebre evento del CUBADISCO, que por sus resultados daba la impresión de que detrás de ese festejo cultural de alto vuelo, Ciro contaba con un enorme equipo de trabajadores y un grueso presupuesto financiero. Mas Ciro desarrolló ese proyecto apenas contando con una pequeña oficina y pocos colaboradores. Por cierto, jamás recibió ningún reconocimiento oficial por esa destacada labor, aunque los que conocíamos a Ciro sabíamos que a él, paradójicamente, sólo le interesaban las luces del escenario y todo lo demás le importaba un bledo. Vivía tranquilo sin llevar sobre su pecho medallas de reconocimiento oficial. Como José Martí nos enseña, Ciro sabía, que la gloria es la más necia de las creaciones del hombre.

Además de ser inteligente y culto, Ciro era un constructor nato. Tenía el don de edificar excelentes proyectos sin dejarse atrapar por la burocracia. Y, sobre todo, nunca robó ni fue corrupto. Por su rectitud ante la vida, supo granjearse el respeto y el cariño de prestigiosos artistas y de muchos compañeros más. Sus hijos, sus nietos y su familia lo adoraban. Ciro al final de su vida atravesó uno de los momentos más duros: perdió a su amada con la cual vivió cincuenta años enamorado como el diminuto sunsún del néctar meloso. El revoleteo enloquecido y obsesivo por encontrarla, como alma que regresa en la leyenda de nuestros antepasados, no cesó ni un segundo y ello quebrantó su dañada salud.

Al despedir a su esposa Cenodis, Ciro le cantó “Días de gloria”, de Pablo Milanés, canción emblemática y cuestionadora del presuroso camino de los sueños utópicos. Pablo Milanés y Sindo Garay fueron los autores predilectos de Ciro Benemelis. Y, aunque Ciro admiraba toda la obra musical de Pablo, recuerdo que las canciones que más elogiaba por su texto y hallazgos eran: Para vivir, Ya ves, Yolanda, La soledad, Canción por la unidad latinoamericana, Hombre que vas creciendo y Días de gloria. Pablo Milanés, entre todos sus amigos, sin duda fue el que ayudó a Ciro en los instantes más dramáticos y cruciales de su existencia. Una ayuda callada, precisa, justa y alejada de faroleos y repiqueteo campanudo oficialista. Por cierto, faltaba poco para que Ciro y Pablo se reencontraran en Miami. Pero ese intento que hubiese sido aliviador para los dos, luego de un sereno y apremiante intercambio de mensajes, lamentablemente no pudo consumarse y quedó como un reflejo inapagable sobre el mar.

La amistad, gran verdad borgiana, no es menos misteriosa que el amor o que cualquiera de las otras faces de esta confusión que es la vida.
Adiós, Ciro, amigo entrañable, contigo comprobé, una vez más, que todo pasa y el resto va.


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