IV. El otro sargento

Les ofrezco una de las crónicas que forman parte del libro que escribo sobre la vida y la obra de nuestro Pablo Milanés. Se titula «El otro sargento». Espero que esta sea de su agrado y les dé una idea en relación al tono que tienen y tendrán las mismas.

IV. El otro sargento

La banda del club de los corazones solitarios del sargento pimienta es el título del disco de larga duración que hicieron los Beatles en 1967. Ese álbum está catalogado por los especialistas como el número uno en la lista de la mejor discografía de toda la historia del rock. Se estima que por los textos de las composiciones, la gráfica de su portada y cierto aire musical sinfónico de su estructura, enlazando sus canciones como en una sola, dicho álbum marcó un antes y un después en la discografía universal. En su portada aparecían en caótico collage, además de los Beatles con coloridos uniformes del siglo xviii, infinidad de rostros, desde Charles Chaplin y Bob Dylan hasta Marlon Brando y Carlos Marx.

En diciembre de 1975 se efectuaba en La Habana el primer congreso del Partido Comunista de Cuba. Por este motivo y otros de extraordinaria relevancia, la capital cubana vivía agitada, vigilante y algo tensa: el poeta Agostinho Neto (cuyo hermoso poema Havemos de voltar musicalizó Pablo Milanés), Presidente de Angola y del mpla, había solicitado oficialmente al gobierno de Cuba, ayuda militar a fin de evitar que Luanda, la capital angolana, cayera en manos de la unita de Jonás Savimbi o del flna de Holden Roberto.

En el referido congreso de los comunistas cubanos se habló de la ayuda que ya se brindaba militarmente al mpla y a su pueblo en la lucha contra las tropas del régimen del apartheid imperante en África del Sur. Semanas antes un batallón de tropas especiales de Cuba había viajado en aviones británicos a Luanda y la defendía con éxito. Así se daba inicio a la operación Carlota. Se tomó ese nombre en homenaje a la negra esclava que al encabezar una rebelión en 1843 en Cuba contra la esclavitud había sido descuartizada por los colonialistas españoles.

Yo trabajaba entonces en Italia y estaba de vacaciones en Cuba. Fui a visitar a mi amigo Pablo Milanés la noche en que justamente haría la vigilancia en el cdr (Comité de Defensa de la Revolución) en la calle Santa Ana de la barriada del Nuevo Vedado. Había convenido con él acompañarlo en la guardia y así echarnos una buena plática. Nos acomodamos en los peldaños de la escalera de los bajos de su casa y charlábamos animadamente.

De repente ante nosotros surgió un militar. Llegó con cara severa. Llevaba pistola al cinto. Creí que era teniente y me acuerdo que en seguida precisé que era sargento; cumplía, según dijo, rondas de vigilancia en la barriada por órdenes de su jefatura. Nos pidió identificación personal y, lamentablemente, en esos instantes, no la teníamos con nosotros. Le expliqué al sargento que quien estaba a mi lado era Pablo Milanés, renombrado y prestigioso artista, que vivía en los altos de la casa y que sólo bastaba subir las escaleras para mostrarle la citación del cdr que lo acreditaba para hacer la guardia.

El sargento parecía de piedra. No reaccionaba ante mis argumentos. Se negó y de modo imperativo nos exigió que debíamos acompañarlo hasta el puesto de control más cercano de los cdr a fin de verificar lo que se le decía. Pablo, sin chistar, decidió junto conmigo acompañar al testarudo militar. El puesto de control se hallaba cuesta arriba a unos 500 metros de la casa.

Cuando llegamos con el sargento al recinto alrededor de las dos de la madrugada, las compañeras que allí se encontraban, recibieron a Pablo con cariño, admiración y sorprendidas por lo sucedido. Inmediatamente amonestaron verbalmente al militar por desconocer que se trataba de Pablo, que hacía su guardia, que debió creernos (le mostraron la lista que tenían sobre la mesa de trabajo) y que estando en los bajos de su casa, no debió haberlo forzado a caminar hasta la cima donde ellas estaban.

En esos momentos el sargento se interpuso e intentó darle explicaciones a Pablo del por qué había tomado esa decisión de conducirnos hasta el puesto de control zonal de los cdr. Pablo con voz normal, que al final se hizo explosiva, le replicó: “Mira, me sacaste de mi casa, me trajiste hasta aquí y nada dije. Ahora te pido que no digas absolutamente nada más, ¡déjame tranquilo y vete al carajo!”

El sargento se quedó boquiabierto, mudo, tenía los brazos levantados y rígidos a la altura del pecho. Ante todos había asumido una postura catatónica. Pablo con sus palabras le había dado un tajo a la madrugada que dejó a todos sin aliento. Después de un silencio prolongado, Pablo le había dado una lección al militar y a nosotros. Echó a andar y yo estuve un rato observando al militar pues tenía pistola y nunca se sabe cómo son las reacciones. Además, me dije: los oligofrénicos son oligofrénicos.

Fui detrás de Pablo hasta darle alcance. Nos despedimos con un abrazo. La sorpresiva experiencia vivida a manos del sargento aguafiestas nos había echado a perder la plática y la madrugada. “Un sargento cubano que en nada se parecía al simpático sargento pimienta de la banda de los corazones solitarios”, pensé. “El prepotente militar era el otro sargento, el sargento opuesto al sargento de Lennon.”

Esto me dije inmerso en el juego de los espejos comparativos mientras me encaminaba a tomar el ómnibus que me llevaría a mi casa. En la parada recordaba los versos que a menudo leía en casa de unos amigos romanos en Italia, que colgaban de la pared, eran de Lennon, del disco referido del sargento pimienta:

¿Qué harías si cantara fuera de tono?
¿Te levantarías y me dejarías solo?
Presta atención y te cantaré una canción
E intentaré no desafinar
Oh, me las arreglo con un poco de ayuda de mis amigos…

Seguía esperando la “confronta”, el único ómnibus que gira toda la madrugada y seguía rumiando conmigo mismo, contrariado. Sabía que a Pablo le seguían faltando el respeto sin saber esos menesterosos que merecía de todos los cubanos dignos el más profundo respeto. “La ignorancia es un demonio que provocará aún innumerables desastres”, recordé esas palabras de Marx. Tratando en mi mente de justificar lo injustificable.

Recordé un pasaje de Lennon: ante la Reina Isabel y la aristocracia monárquica que se hallaba en la platea del teatro londinense, antes de finalizar el concierto, dijo al público con fina ironía: “Para el último tema, me gustaría pedirles ayuda. La gente de los asientos más baratos puede aplaudir. El resto puede hacer sonar sus joyas”.

“Sí, sin duda”, me dije, “Pablo y Lennon son de la misma estirpe y grandiosidad creativa: por eso ambos rompieron las reglas establecidas en el arte de los años sesenta, porque es el único modo de proteger y salvar a la humanidad”.

Cierto despecho no me abandonaba y me puse a cantar una canción de Pablo:

No me pidas
que a todo diga que sí, que te cansarás.
Ya no tiro
mi rienda al viento hasta el final.
No me aguantes,
si ves que puedo arriesgar mi seguridad;
tierra abajo
podré tenerla, y va a llegar.
Esta aparente ingenuidad
sin pretensiones, sí, es mi verdad.
De mis huesos,
que hagan un polvo dorado de amanecer;
ni la muerte
que me sorprenda sin querer.
Lo anhelado,
a veces te hace mirar hasta trascender,
lo logrado,
te ve sentado descender.
Un culto pleno a la verdad
vale mil años más que claudicar.
No me pidas
que a todo diga que sí, que te cansarás.
Ya no tiro
mi rienda al viento hasta el final.

Ahora, iba sentado en el ómnibus, mientras observaba las calles habaneras desoladas y veía a una persona y luego a otra en las esquinas. “Seguramente están de guardia”, pensaba y seguía mi canto.


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