La esquina

Se me ocurre que entre las cosas desaparecidas de La Habana de mi infancia y adolescencia, hay algo que se mantiene en mi vida, como en mi vida late esta ciudad fantasma imposible de olvidar, a prueba de lejanías y depauperaciones. Me acuerdo del tranvía, Marianao- calle Aguila o Luyanó-Malecón, haciendo chispas en la vida de mi abuela, sentado en sus piernas huesudas en la noche de la ciudad. Ella pensaba y yo miraba las nuevas calles desconocidas. Ella reproducía la vida de la casa centavo a centavo y yo aprendía el movimiento de la urbe del mismo modo que su madre, la negra Agripina Serra, hija de esclavos, y su padre, el español Justo Clavel, se lo habían enseñado a ella misma en un tiempo del que ya no tenía memoria. Pero lo que he sentido como algo inseparablemente eterno y perdido es aquello que todos conocimos por La esquina. Ese descubrimiento había que hacerlo solo y con los amigos, esos seres que el destino inventa, testigos y protagonistas de la vida y la muerte. La esquina no era sólo el lugar donde se cruzan dos calles, era en realidad lo que hoy llamamos una institución cultural. La cultura popular tenía en la esquina su mejor aliado. El paseo del pobre era hacia allí. En la noche del sábado, que siempre ha sido un dia muy masculino, las esquinas de La Habana convertían la ciudad en una fiesta. La bodega bar, el café y el cafetín, la caficola, el puesto de frutas y helados de los chinos, el fritero y el friturero, la fonda, todo junto uno frente al otro. Los cafés de mesas de mármol con sillas viena, el café con leche presidiendo las conversaciones. A ese lugar íbamos a buscar a los abuelos. Ve al café a buscarlo -le decían a uno- cuando al abuelo se necesitaba. Debe estar en la misma discusión de siempre -uno lo sabía. Esos establecimientos no eran en lo absoluto impersonales, se llamaban la bodega de Pancho o el café de Tata. Las costumbres yanquis comenzaban a poner de moda los supermercados y los lugares de comida rápida, pero no había cubilete, saladito, ni victrola donde escuchar la última de Benny Moré, La Aragón. No había la posibilidad de que en el mismo momento en que pasara Yoya, lo mejor del barrio, rodara el níquel por la canalita y se oyera, en ese aparato asesinado por el olvido, el bolero de Vicentico que decía, a Yoya misma, no intentes el regreso lo nuestro ha terminado. Los sábados la gente se vestía para ir a la esquina, poner un disco, tomarse una cerveza, hablar con los amigos, también se dirimían problemas de honor y a veces corría la sangre que nunca llegaba al rìo. No te quiero ver parado en la esquina -decía mamá con su habitual rectitud- porque también había los habituales de la esquina, los profesionales de la esquina. Pero la esquina de los cafés de día y el bar de los sábados era de los trabajadores. Nadie regresaba directamente a su casa un sábado después del trabajo, había que tomarse un traguito no en cualquier esquina sino en la de uno. De ese modo las esquinas y los establecimientos iban tomando el nombre de sus clientes más famosos, los más antiguos, los que más gastaban o los que más debían.

La bodega de Galiano y Animas, de la que queda todavía la sombra, yo la conocí como la bodega de Rogelio, que no era el dueño sino mi abuelo, quien durante treinta años compró allí los mandados de la familia, a la que mandaba a comprar a su nombre a quien lo necesitara, en la que algunos compraban de su cuenta sin que él los mandara y a la que sábado tras sábado, cuando llegaba la hora en que mi abuela consideraba que ya debía estar en la casa, lo iban a buscar con un recado que ya no había que decirle.

Había muchas esquinas famosas y de referencia obligada para no perderse en La Habana. La esquina de Tejas. Concha y Luyanó. La esquina de Toyo. Zanja y Belacoín, la esquina del bar OK donde vendían como en ningún lugar, el mejor invento de los norteamericanos al decir de José Luciano Franco, el sandwich. Neptuno y Belascoaín, la esquina del Siglo XX. Manrique y Maloja, donde estaba La fonda fría, tres batidos por diez centavos. Monte y San Joaquín. Consulado y Neptuno, una de las esquinas más fabulosas de La Habana. Consulado y Virtudes, donde se encontraba El anón de Virtudes, la heladería de chinos donde se produjo el gran descubrimiento del frozen de mamey, algo que no puedo describir. San Lázaro e Infanta, la cuna del ostión. 23 y 12 que ha probado seguir siendo una institución de la cultura. Monte y Factoría donde regalan la mercancía y Trocadero y Crespo, la esquina del pecado. Cada cual podrá armar su genealogía de esquinas con buena memoria, con buen amor y aparecerán los rostros, perdidos y olvidados de sus pobladores, aquellos seres que se enamoraron, aprendieron, divirtieron, conspiraron y a veces murieron en La esquina. Un amigo poeta, a quien estimo mucho, ha escrito unos versos donde dice que La Habana es pasado y tiene razón. ¿Pero qué fuerza puede impedirme creer que mañana, en Galiano y Animas, al pasar por la bodega de Rogelio, mi abuelo al verme se ponga serio y piense que ya han mandado a buscarlo?


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