Anécdotas del imperio perdido

Robert Musil fue un escritor austriaco de renombre y de una velada vocación imperialista. Al menos deseaba que el fenecido imperio astro-húngaro renaciera de sus cenizas. Su desconfianza ante todas las ortodoxias no le hizo ignorar (sus “Diarios” lo demuestran) la importancia de la lucha política, a pesar de sostener una provocadora actitud apolítica. Su participación en el Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, celebrado en París en 1935, fue un verdadero escándalo. Ante Julien Benda, André Gide, E. M. Foster y André Malraux, quienes presidían la reunión, Robert Musil defendió su idea: “Lo que puedo decir aquí y ahora sobre el tema tiene un carácter apolítico. Desde siempre me mantuve lejos de la política porque no tengo ese talento. Nunca entendí ni entiendo la máxima de que la política es algo que a todos nos interesa. La higiene también nos interesa a todos, pero nunca sentí la necesidad de escribir sobre ella, porque tengo tan poco talento para ser un teórico de la higiene como para hacer geólogo o magnate financiero.”

Aquella tarde de julio, Robert Musil leyó este texto ante el asombro de un público convocado para escuchar a escritores enemigos del fascismo y defensores del marxismo leninismo y de la Unión Soviética. “Los políticos acostumbran ver en la cultura el botín de su actividad, como antes los guerreros a las mujeres. La animadversión que sentimos por los Estados autoritarios como el soviético o el fascista se debe, sin duda, al hecho de que nos hemos acostumbrado a la democracia parlamentaria, como uno se acostumbra a un traje usado pero cómodo. Hay que defender a la cultura con medios apolíticos, toda política cultural será un fracaso.” No es difícil imaginar la reacción del público: André Gide estuvo varias veces a punto de retirarle el micrófono. Al terminar la lectura de su texto, Robert Musil abandonó el recinto entre gritos y silbidos. Los comunistas franceses argumentaron que el escritor vienés era un compañero de viaje de los nazis.

Café Central

Antes de la Primera Guerra Mundial el Café Central de Viena, Austria, era el más frecuentado por escritores e intelectuales, una suerte de asilo para hombres ansiosos de matar el tiempo y no ser asesinados por éste. No era un café como los otros de la ciudad, sino una visión del mundo, que consistía precisamente en negarse a mirar el mundo.

León Trotsky fue uno de los clientes más asiduos del Café Central. Ahí discutía con emigrantes rusos y preparaba los ejemplares de Pravda, la revista del exilio. Jugó ajedrez todos los jueves, entre 1907 y 1914, con el psicoanalista Alfred Adler. Las partidas se prolongaban durante horas y terminaba siempre en un empate. A principios de 1913 Trotsky llegó al Café Central acompañado de un amigo, su presencia desentonaba con el ambiente, no entendía alemán y miraba a los austriacos con desconfianza. Se llamaba Koba y vestía cómo los campesinos de su país: las botas de cuero crudo hasta las rodillas, camisa blanca holgada, un bigote crecido que ocultaba una parte de su rostro pero no las cicatrices de la viruela.

Koba le dio jaque mate a Trotsky en unos cuantos movimientos. Luego inició una partida con Adler, lo acorraló en pocos minutos, deshizo su enroque, se comió a su reina y liquidó al psicoanalista. Derrotado esa tarde por quinta vez, Adler abandonó el Café Central. Estaba furioso y alegaba que Koba ejercía una presión inconsciente insoportable. Trotsky tampoco quiso seguir jugando, era inútil. Josef Yugaslivi, alias Stalin o Koba, ya había vencido a Lenin (un verdadero mago del ajedrez) siete veces seguidas en Cracovia.


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