Acercamientos al debate sobre el Arte

Como para la religión, la política, el pensamiento filosófico y científico, así para el arte el Cinquecento es un siglo altamente dramático, lleno de contrastes: de la transformación de todos los valores nacieron las ideas sobre las cuales se funda la estructura cultural de la Europa moderna. Fue el siglo de la reforma. La reforma protestante obligó a la misma Iglesia católica a reexaminar sus propias estructuras y la propia conducta: la religión no es más revelación de verdad eterna, sino búsqueda ansiosa de Dios en el alma humana; no más obediencia a una autoridad, sino exploración que implica la responsabilidad del individuo ante Dios. Analógicamente, la nueva ciencia no es más sabiduría fundada sobre la autoridad de las antiguas escrituras, sino investigación en vivo de la intensa realidad como problema siempre abierto. La política no es más la afirmación de una jerarquía de poderes derivados de Dios, sino lucha de fuerzas en busca de equilibrios provisorios. También el arte no es más contemplación y representaciones de las órdenes del creador, sino inquieta pesquisa: de la propia naturaleza, de los propios fines y procesos, de la propia razón de ser en el devenir de la historia. ¿Por qué reflejar de manera artística la forma del universo, si esta es ignorada y es objeto, ella misma, de investigación? ¿Por qué admirar la divina armonía de la creación, si Dios no está ahí, sino en la interioridad de la conciencia, en la tensión del alma que lucha por la propia salvación? El gran problema es ya la conducta humana: la conducta en cuanto a Dios y la disciplina de la vida religiosa, el método de la investigación y de la experiencia científica. También el arte, en su quehacer, es un modo de comportamiento: y la definición de su proceso, de su actuación como arte y su participación como tal, al final como último en la salvación espiritual, aparece no menos importante como objeto de la misma representación artística.

El pensamiento de que el Cinquecento sea el siglo clásico por excelencia se remonta a Giorgio Vasari, que lo enuncia en sus Vidas de los artistas, publicadas en 1550 y luego, largamente estudiadas en 1568. Ya en esta fecha el siglo aparece la obra de Vasari dividido en dos vertientes: el progreso y el apogeo del espíritu y de la cultura clásicas, con Miguel Ángel en la cúspide, y después de eso la decadencia representada por los artistas que, no pudiendo igualar al divino maestro, no repiten de ninguna manera la forma. Manierista, en el concepto de Vasari, es aquel que imita el arte y no la naturaleza: mas si el estudio está dirigido a los modos del arte, es claro que el interés no es más que explicar la naturaleza mediante el arte, antes de esclarecer qué cosa sea y hacia dónde mire aquel modo del quehacer humano y quehacer artístico. Los manieristas son en efecto descritos como extraños, sofisticados personajes, preocupados solamente en superar la dificultad del arte, proyectándose continuamente, proyectándose constantemente de nuevo por poderlo superar de modo fatigoso.

La visión histórica vasariana ha influenciado la historiografía sucesiva: por mucho tiempo se ha empeñado en ver en los grandes maestros de la primera mitad del siglo, el triunfo del Clasicismo y en los manieristas de la segunda la decadencia, sobre todo la estéril oscilación del arte, no más empeñado en el conocimiento y representación de la naturaleza, entre los polos opuestos de la regla y del arbitrio o del capricho. La crítica moderna por el contrario ha rehabilitado el maltrecho Manierismo: un arte independiente de la realidad objetiva y tendente a expresar una idea que el artista tiene en mente, es un arte que subvierte la conciencia del sujeto más que del objeto y, por consiguiente y en especial, más cerca de las concesiones estéticas modernas. Pero si el Manierismo aparece más moderno del mencionado Clasicismo, ¿cómo explicar la mayor grandeza de los maestros de la primera mitad del siglo, o sea, de los clásicos? Probablemente con el hecho de que clásicos propiamente no eran y que los grandes problemas del siglo se ponen como propios en su obra. Si por ello el Manierismo es, como ciertamente es, un movimiento sustancialmente anticlásico, es porque la crisis del clasicismo o, más que todo, del renacimiento de la cultura clásica se perfila o se cumple propiamente en la obra de los grandes maestros del siglo.

Si el Clasicismo es la segura y serena propiedad de una conciencia unitaria del mundo, ninguno de aquellos maestros pueden ser llamados clásicos. No Leonardo, para quien la naturaleza no es verdad solar sino oscuro misterio para escudriñar; no Miguel Ángel, para el cual la relación entre hombre y Dios es desesperada tensión, tragedia; no Tiziano, que lleva en el arte las quemantes pasiones de la vida. Quedan Bramante, que muere en el 1514, y Rafael, que muere en 1520. Pero veremos que el clasicismo de Bramante es más aparente que real, más en lo exterior que en lo profundo; y que Rafael, más que la representación de la realidad, se interesa hacia los problemas puestos por Leonardo y por Miguel Ángel, hasta incluso de los venecianos, y que, de todos los artistas de su tiempo, es aquel que más claramente pone el arte como fin en sí mismo o, cuando menos, como actividad que no puede alcanzar a sus finalidades últimas si antes no se realizan y justifican como arte. No se puede olvidar que los manieristas verdaderos y propios asumen el arte de estos maestros como punto de partida y de referencia: hasta considerar la propia obra como continuación, interpretación y comentario de las de sus predecesores.

Desde este momento hasta todo el Setecientos el problema de fondo del arte italiana será escoger entre el ideal de Rafael y el ideal de Miguel Ángel; también en el arte, como en la religión, el primer acto que se debe cumplir es escoger entre dos ideales que no se puede hacer menos que poner en confrontación, Rafael y Miguel Ángel representan dos diversas concepciones en el arte, es decir, dos propuestas de solución para el mismo problema del valor y de la función del arte; el hecho es que la discusión sobre la mayor grandeza de Rafael y de Miguel Ángel se prolongó por casi dos siglos demuestra que ninguna de las dos soluciones puede ser aceptada como absoluta y definitiva y cada una vale en relación a la otra. Escoger una de las dos vías significa rechazar motivacionalmente la otra, tratando de reunirlas significa analizarlas críticamente: en un caso u otro, el arte que se mueve entre aquellos dos términos implica un proceso dialéctico. Afirmando que el arte se realiza como selección dialéctica entre más direcciones posibles si reconoce que el arte se ha transportado del plano de la contemplación hacia la búsqueda del debate. En este sentido esta participa profunda y propiamente con sus máximos exponentes, en la grandiosa crisis de transformación de la cultura que, en síntesis, consiste en el laborioso traspaso de los sistemas cerrados del pensamiento escolástico a las ágiles metodologías en continuo desarrollo, de las verdades dadas por cierta duda metódica y de búsqueda, de la obediencia a los principios de la autoridad a la voluntad de la experiencia directa, del dogmatismo a la problemática.

Estimados lectores, estos inquietantes pareceres descritos en los párrafos anteriores, corresponden a la sabiduría del prestigioso intelectual italiano Giulio Carlo Argan (1909-1992), uno de los mayores eruditos del siglo veinte, que escribió a lo largo de su vida una extensa obra crítica relativa a la historia del arte. El debate sobre la verdadera función del arte ilumina el camino y sus resquicios sobre ambas concepciones que, increíblemente y por fortuna, surgidas en el renacimiento ha llegado hasta nuestros días. En el pasado siglo veinte la humanidad atravesó en el arte espinosos laberintos que demostraron el fracaso del denominado realismo socialista. Sus creadores y defensores a ultranza afirmaron que se había llegado a la cima del arte verdadero en tanto propiciar obras de arte que fuesen defensoras de elevados y apremiantes postulados políticos: el arte debía ser objeto imprescindible para defender y afianzar determinados intereses políticos novedosos y experimentales. Este concepto político acerca del papel del arte propició el desánimo y el agotamiento creativo. El desafío podía practicarse en muchos campos del saber, menos en el quehacer estético. El necesario y saludable debate artístico fue censurado en la extinta Unión Soviética así como en otros países del mundo. Y el arte fue abatido —uno de los tesoros más preciados del ser humano, dado que es el único que lo humaniza y logra deshacer su alienación— al punto de, incluso, llegarse a proponer en el análisis de una obra de arte, por ejemplo, que debía separarse su forma y de su contenido.

El arte de hoy en su quehacer de confrontación dialéctica —como lo fue en el renacimiento, según el análisis de Argan—, debe ser perenne investigación de la existencia humana: de su propia naturaleza, de sus propios fines y procesos, de su propia razón de ser en el devenir de la historia.


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