Borges oral: Jorge Luis Borges, 1979, en la Universidad de Belgrano

Prólogo

Cuando la Universidad de Belgrano me propuso dar cinco clases, elegí temas con los cuales me había consustanciado el tiempo. El primero, el libro, ese instrumento con el cual no puedo imaginar mi vida, y que no es menos íntimo para mí que las manos o que los ojos. El segundo, la inmortalidad, esa amenaza o esperanza que han soñado tantas generaciones y que postula buena parte de la poesía. El tercero, Swedenborg, el visionario quåe escribió que los muertos eligen el infierno o el cielo, por libre decisión de su voluntad. El cuarto, el cuento policial, ese juguete vigoroso que nos ha legado Edagar Allan Poe. El quinto, el tiempo, que sigue siendo para mí el problema esencial de la metafísica.

     Gracias al auditorio, que me dio su indugente hospitalidad, mis clases lograron un éxito que yo no había esperado y que ciertamente no merecía.

     Como la lectura, la clase es una obra en colaboración y quienes escuchan no son menos importantes que el que habla.

     En este libro está mi parte personal de aquellas sesiones. Espero que el lector las enriquezca, como las enriquecieron los oyentes.

                                         JLB

                                         Buenos Aires, mayo de 1979

     EL LIBRO

    De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de su voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.

     En “César y Cleopatra” de Shaw, cuando se habla de la biblioteca de Alejandría se dice que es la memoria de la humanidad. Eso es el libro y es algo más también, la imaginación. Porque, ¿qué es nuestro pasado si no una serie de sueños? ¿qué diferencia puede haber entre recordar sueños y recordar el pasado? Ésa es la función que realiza el libro.

     Yo he pensado, alguna vez, escribir una historia del libro. No desde el punto de vista físico. No me interesan los libros físicamente (sobre todo los libros de los bibliógrafos que suelen ser desmesurados), sino las diversas valoraciones que el libro ha recibido. He sido anticipado por Spengler, en su Decadencia de Occidente, dónde hay páginas preciosas sobre el libro. Con alguna observación personal, pienso atenerme a lo que dice Spengler.

     Los antiguos no profesaban nuestro culto del libro -creo que me sorprende; veían en el libro un sucedáneo de la palabra oral. Aquella frase que se cita siempre: “Scripta maner verba volet”, no significa que la palabra oral sea efímera, sino que la palabra escrita es algo duradero y nuestro. En cambio la palabra oral tiene algo de alado, de liviano: “alado y sagrado”, cómo dijo Platón. Todos los grandes maestros de la humanidad han sido, curiosamente, maestros orales.

     Tomaremos el primer caso: Pitágoras. Sabemos que Pitágoras no escribió deliberadamente. No escribió porque no quiso atarse a una palabra escrita. Sintió, sin duda, aquello de que “la letra mata y el espíritu vivifica”, que vendría después de la Biblia. El debió sentir eso, no quiso atarse a una palabra escrita, por eso Aristóteles no habla nunca de Pitágoras, sino de los pitagóricos. Nos dice, por ejemplo, que los pitagóricos profesaban la creencia, el dogma, del eterno retorno, que tardíamente descubriría Nietzsche. Es decir, la idea del tiempo cíclico, que fue refutada por San Agustín en “La ciudad de Dios”. San Agustín dice con una hermosa metáfora que la cruz de Cristo nos salva del laberinto circular de los estoicos. La idea de un tiempo cíclico fue rozada por Hume, por Blanqui… y por tantos otros.

     Pitágoras no escribió voluntariamente, quería que su pensamiento viviese más allá de su muerte corporal, en la mente de sus discípulos. Aquí vino aquello de (yo no sé griego, trataré de decirlo en latín) Magister dixit (el maestro lo ha dicho). Esto no significa que estuvieran atados porque el maestro lo había dicho; por el contrario, afirma la libertad de seguir pensando el pensamiento inicial del maestro.

     No sabemos si inició la doctrina del tiempo cíclico, pero si sabemos que sus discípulos las profesaban. Pitágoras muere corporalmente y ellos, por una suerte de transmigración -esto le hubiera gustado a Pitágoras- siguen pensando y repensando su pensamiento, y cuando se les reprocha el decir algo nuevo, se refugian en aquella fórmula: el maestro lo ha dicho (Magister dixit).

     Pero tenemos otros ejemplos. Tenemos el alto ejemplo de Platón, cuando dice que los libros son como efigies (puede haber estado pensando en esculturas o en cuadros), que uno cree que están vivas, pero si se les pregunta algo no contestan. Entonces para corregir esa modestia de los libros, inventa el diálogo platónico. Es decir, Platón se multiplica en muchos personajes: sócrates, Georgias y los demás. También podemos pensar que Platón quería consolarse de la muerte de Sócrates pensando que Sócrates seguía viviendo. Frente a todo problema él se decía: ¿que hubiera dicho Sócrates de esto? Así, de algún modo, fue la inmortalidad de Sócrates, quien no dejó nada escrito, y también fue un maestro oral. 

     De Cristo sabemos que escribió una sola vez algunas palabras que la arena se encargó de borrar. No escribió otra cosa que sepamos. El Buda fue también un maestro oral; quedan sus prédicas. Luego tenemos una frase de San Anselmo: “Poner un libro en manos de un ignorante es tan peligroso como poner una espada en manos de un niño”. Se pensaba así de los libros. En todo Oriente existe aún el concepto de que un libro no debe revelar las cosas; un libro debe, simplemente, ayudarnos a descubrirlas. A pesar de mi ignorancia del hebreo, he estudiado algo de la “Cábala” y he leído las versiones inglesas y alemanas del “Zohar” (El libro del esplendor), “El Zéfer Yezira” (El libro de las relaciones). Sé que esos libros no están escritos para ser entendidos, están hechos para ser interpretados, son acícates. La antigüedad clásica no tuvo nuestro respeto del libro, aunque sabemos que Alejandro de Macedonia tenía bajo su almohada la “Ilíada” y la espada, esas dos armas. Había gran respeto por Homero, pero no se lo consideraba un escrito sagrado en el sentido que hoy le damos a la palabra. No se pensaba que la “Ilíada” y “La Odisea” fueran textos sagrados, eran libros respetados, pero también podían ser atacados.

     Platón pudo desterrar a los poetas de su República sin caer en la sospecha de herejía. De estos testimonios de los antiguos contra el libro podemos agregar uno muy curioso de Séneca. En sus admirables epístolas a Lucilio hay una dirigida contra un individuo muy vanidoso, de quien dice que tenía una biblioteca de cien volúmenes, y quién -se pregunta Séneca- puede tener tiempo para leer cien volúmenes. Ahora, en cambio, se aprecian las bibliotecas numerosas.

     En la antigüedad hay algo que nos cuesta entender, que no se parece a nuestro culto del libro. Se ve siempre en el libro a un sucedáneo de la palabra oral, pero luego llega del Oriente un concepto nuevo del todo extraño a la antigüedad clásica: el del libro sagrado. Vamos a tomar dos ejemplos, empezando por el más tardío: los musulmanes. Éstos, piensan que el “Corán” es anterior a la creación, anterior a la lengua árabe; es uno de los atributos de Dios, no una obra de Dios; es como su misericordia o su justicia. En el “Corán” se habla en forma azas misteriosa de la madre del libro. La madre del libro es un ejemplar del “Corán” escrito en el cielo. Vendría a hacer el arquetipo platónico del “Corán”, y ese mismo libro- lo dice el “Corán”-, ese libro está escrito en el cielo que es atributo de Dios y anterior a la creación. Eso lo proclaman los sulems o doctores musulmanes.

     Luego tenemos otros ejemplos más cercanos a nosotros: la Biblia o, más concretamente, la Torá o el Pentateuco. Se considera que estos libros fueron dictados por el Espíritu Santo. Esto es un hecho curioso: la atribución de libros de diversos autores y edades a un solo Espíritu; pero en la Biblia misma se dice que el espíritu sopla donde quiere. Los hebreos tuvieron la idea de juntar diversas obras literarias de diversas épocas y de formar con ellas un solo libro, cuyo título es Torá (Biblia en griego). Todos estos libros se atribuyen a un solo autor: el Espíritu.

     A Bernard Shaw le preguntaron una vez si creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia. Y contestó: “Todo libro que vale la pena de ser leído ha sido escrito por el Espíritu”. Es decir, un libro tiene que ir más allá de la intención de su autor. La intención del autor es un una pobre cosa humana, falible, pero en el libro tiene que haber más. El Quijote, por ejemplo, es más que una sátira de los libros de caballería. Es un texto absoluto en el cual no interviene, absolutamente para nada, el azar.

     Pensemos en las consecuencias de esta idea. Por ejemplo, si yo digo:

     Corrientes aguas puras, cristalinas,

     árboles que os estáis mirando en ellas

     verde prado, de fresca sombra lleno

     es evidente que los versos constan de once sílabas. Ha sido querido por el autor, es voluntario.

     Pero, qué es eso comparado con una obra escrita por el Espíritu, qué es eso comparado con el concepto de la divinidad que condescendiente a la literatura dicta un libro. En ese libro nada puede ser casual, todo tiene que estar justificado, tienen que estar justificadas las letras. Se entiende, por ejemplo, el principio de la Biblia: Bereshi baraelohim comienza con una B porque eso corresponde a bendecir. Se trata de un libro en el que nada es casual, absolutamente nada. Eso nos lleva a la “Cábala”, nos lleva al estudio de las letras, a un libro sagrado dictado por la divinidad que viene a ser lo contrario de lo que los antiguos pensaban. Éstos pensaban en la musa de modo bastante vago.

     “Canta, musa, la cólera de Aquiles”, dice Homero al principio de la “Ileada”. Ahí, la musa corresponde a la inspiración. En cambio, si se piensa en el espíritu, se piensa en algo más concreto y más fuerte: Dios, que condescendiente a la literatura. Dios, que escribe un libro: en ese libro nada es casual: ni el número de las letras ni la cantidad de sílabas de cada versículo, ni el hecho de que podamos hacer juegos de palabras con las letras, de que podamos tomar el valor numérico de las letras. Todo ha sido ya considerado.

     El segundo gran concepto del libro -repito- es que pueda ser una obra divina. Quizás esté más cerca de lo que nosotros sentimos ahora que de la idea del libro que tenían los antiguos: es decir, un mero sucedáneo de la palabra oral. Luego decae la creencia en un libro sagrado Y es reemplazado por otras creencias. Por aquella, por ejemplo, de qué cada país está representado por un libro. Recordemos que los musulmanes denominan a los israelitas, la gente del libro, recordemos aquella frase de Heinrich Heine sobre aquella nación cuya patria era un libro: la Biblia, los judíos. Tenemos entonces un nuevo concepto, es de qué cada país tiene que ser representado por un libro; en todo caso por un autor que puede serlo de muchos libros.

     Es curioso -no creo que esto haya sido observado hasta ahora- que los países hayan elegido individuos que no se parecen demasiado a ellos, uno piensa, por ejemplo, que Inglaterra hubiera elegido al doctor Johnson como representante: pero no, Inglaterra ha elegido a Shakespeare, y Shakespeare es -digamos así- el menos inglés de los escritores ingleses. Lo típico de Inglaterra es el understatement, es el decir un poco menos de las cosas. En cambio, Shakespeare tendía a la hipérbole en la metáfora, y no nos sorprendería nada que Shakespeare hubiera sido italiano o judío, por ejemplo.

     Otro caso es el de Alemania; un país admirable, tan fácilmente fanático, elige precisamente a un hombre tolerante, que no es fanático, y a quien no le importa demasiado el concepto de patria, elige a Goethe. Alemania está representada por Goethe.

     En Francia no se ha elegido un autor, pero se tiende a Hugo. Desde luego, siento una gran admiración por Hugo, pero Hugo no es típicamente francés. Hugo es extranjero en Francia. Hugo, con esas grandes decoraciones, con esas bastas metáforas, no es típico de Francia.

     Otro caso aún más curioso es el de España. España podría haber sido representada por Lope, por Calderón, por Quevedo. Pues no. España está representado por Miguel de Cervantes. Cervantes es un hombre contemporáneo de la inquisición, pero es tolerante, es un hombre que no tiene ni las virtudes ni los vicios españoles.

     Es como si cada país pensara que tiene que ser representado por alguien distinto, por alguien que puede ser, un poco, una suerte de remedio, una suerte de triaca, una suerte de contraveneno de sus defectos. Nosotros hubiéramos podido elegir el “Facundo” de Sarmiento, que es nuestro libro, pero no; nosotros, con nuestra historia militar, nuestra historia de espada, hemos elegido como libro la crónica de un desertor, hemos elegido el “Martín Fierro”, que si bien merece ser elegido como libro, ¿como pensar que nuestra historia está representada por un desertor de la conquista del desierto? Sin embargo, es así, como si cada país sintiera esa necesidad.

     Sobre el libro han escrito de un modo tan brillante tantos escritores. Yo quiero referirme a unos pocos. Primero me referiré a Montaigne, qué dedica uno de sus ensayos al libro. En ese ensayo hay una frase memorable. “No hago nada sin alegría”. Montaigne apunta a que el concepto de lectura obligatoria es un concepto falso. Dice que si él encuentra un pasaje difícil en un libro, lo deja; porque ve en la lectura una forma de felicidad.

     Recuerdo que hace muchos años se realizó una encuesta sobre qué es la pintura. Le preguntaron a mi hermana Norah y contestó que la pintura es el arte de dar alegría con forma y colores. Yo diría que la literatura es también una forma de la alegría. Si leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado. Por eso considero que un escritor como Joyce ha fracasado esencialmente, porque su obra requiere un esfuerzo.

     Un libro no debe requerir un esfuerzo, la felicidad no debe requerir un esfuerzo. Pienso que Montaigne tienes razón. Luego enumera los autores que le gustan. Cita a Virgilio, dice preferir las “Geórgicas” a la “Eneida”; yo prefiero la “Eneida”, pero eso no tiene nada que ver. Montaigne habla de los libros con compasión, pero dice que aunque los libros son una felicidad, son, sin embargo, un placer lánguido.

     Emerson lo contradice -es el otro gran trabajo sobre los libros que existe-. En esa conferencia, Emerson dice que una biblioteca es una especie de gabinete mágico. En ese gabinete están encantados los mejores espíritus de la humanidad, pero esperan nuestra palabra para salir de su mudez. Tenemos que abrir el libro, entonces ellos despiertan. Dice que podemos contar con la compañía de los mejores hombres que la humanidad ha producido, pero que no los buscamos y preferimos leer comentarios, críticas y no vamos a lo que ellos dicen.

     Yo he sido profesor de literatura inglesa, durante veinte años, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Siempre les he dicho a mis estudiantes que tengan poca bibliografía, que no lean críticas, que lean directamente los libros, entenderán poco, quizás, pero siempre gozarán y estarán moviendo la voz de alguien. Yo diría que lo más importante de un autor es su entonación, lo más importante de un libro es la voz del autor, esa voz que llega a nosotros.

     Yo he dedicado una parte de mi vida a las letras, y creo que es una forma de felicidad es la lectura: otra forma de felicidad menor es la creación poética, o lo que llamamos creación, que es una mezcla de olvido y recuerdo de lo que hemos leído.

     Emerson coincide con Montaigne en el hecho de qué debemos leer únicamente lo que nos agrada, que un libro tiene que ser una forma de felicidad. Le debemos tanto a las letras. Yo he tratado más de releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído. Yo tengo ese culto del libro. Puedo decirlo de un modo que puede parecer patético yo no quiero que sea patético: quiero que sea como una confidencia que les realizo a cada uno de ustedes; no a todos, pero si a cada uno, porque todos es una abstracción y cada uno es verdadero.

     Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me regalaron una edición del año 1966 de la “Enciclopedia de Brakhouse”. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, lo sentí como una suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con los mapas y grabados que no puedo ver, y sin embargo, el libro estaba ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del libro. Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres.

     Se habla de la desaparición del libro; yo creo que es imposible. Se dirá qué diferencia puede haber entre un libro y un periódico o un disco. La diferencia es que un periódico se lee para el olvido, un disco se oye así mismo para el olvido, Es algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria.   

     Heráclito dijo (lo he repetido demasiadas veces) qué nadie baja dos veces al mismo río. Nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas cambian, pero lo más terrible es que nosotros somos no menos fluidos que el río. Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado, la connotación de las palabras es otra. Además, los libros están cargados de pasado.

     He hablado en contra de la crítica y voy a desdecirme (pero qué importa desdecirme). Hamlet no es exactamente el Hamlet que Shakespeare concibió a principios del siglo XVII. Hamlet es el Hamlet de Coleridge, de Goethe y se ha ido enriqueciendo el libro.

     Si leemos un libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros. Por eso conviene mantener el culto del libro. El libro puede estar lleno de erratas, podemos no estar de acuerdo con las opiniones del autor, pero todavía conserva algo sagrado, algo divino, no con respeto supersticioso, pero si con el deseo de encontrar felicidad, de encontrar sabiduría.

     Eso es lo que quería decirles hoy.

     24 de mayo de 1979

Estimados lectores:

Por considerarlo de sumo interés les muestro la clase magistral que impartiera en la Universidad de Bregano Jorge Luis Borges sobre El Libro. Luego, les haré llegar puntualmente las siguientes cuatro lecciones que impartió Borges en la misma Universidad. 

Espero y deseo que las disfruten.

Atentamente

El autor.


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